Mujeres en ciencia

Margaret D. Foster (química americana), en el laboratorio el 4 de octubre de 1919. Fotografía propiedad de National Photo Company; restaurada por Adam Cuerden. Fotografía de dominio público, vía Wikimedia Commons.

Margaret D. Foster (química americana), en el laboratorio el 4 de octubre de 1919. Fotografía propiedad de National Photo Company; restaurada por Adam Cuerden. Fotografía de dominio público, vía Wikimedia Commons.

“Una de las grandes paradojas del mundo es que, aunque las mujeres representan alrededor de la mitad de la población, a día de hoy la desigualdad de género es, todavía, una realidad”.

Ésta afirmación es indiscutible en casi cualquier área de nuestra sociedad. El ámbito científico no es una excepción: las mujeres constituyen tan sólo el 30% del total de los investigadores a nivel mundial. Como ejemplo valga que, a día de hoy, de los 935 premios Nobel que se han concedido desde su establecimiento en 1901, solamente 52 han sido otorgados a mujeres.

Estos datos llaman la atención, puesto que más de la mitad de todos los títulos universitarios y de máster del mundo son otorgados a mujeres (en la UE este número asciende hasta el 65%). Sin embargo, tan sólo un 43% consigue un doctorado y sólo el 28% llegan a dedicarse a la investigación a tiempo completo.

Según un estudio de la UNESCO, la probabilidad de las mujeres de graduarse en la universidad, y de realizar con éxito un máster y posteriormente un doctorado en algún campo científico es, exactamente, la mitad que la de un hombre.

En España la situación no es mucho más halagüeña. A pesar de que el 40% de los investigadores en la universidad pública son mujeres (en Alemania representan el 28%), sólo un cuarto son profesoras de investigación, y únicamente el 19% son catedráticas. Los números en el CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas) son muy parecidos.

Las razones para la disparidad del éxito en el mundo de la investigación entre hombres y mujeres son múltiples y variadas. En sendos artículos para The Atlantic, los periodistas Adrienne LaFrance y Ed Yong identifican varios sesgos que juegan en contra de las mujeres en el mundo de la investigación. Por ejemplo, reconocen la existencia de sesgos sistémicos por los cuales las mujeres son consideradas menos inteligentes que los hombres. Además, conceden, necesitan sacar mejores notas que los hombres para ser consideradas igual de competentes. A esto hay que añadir que las mujeres poseen menos modelos femeninos a seguir y reciben menos apoyo de mentores.

Una vez obtenida la plaza de investigación, las mujeres tienen más difícil acceder a financiación con la que llevar a cabo sus proyectos. Además, es bastante común que las mujeres reciban menos invitaciones que sus colegas masculinos a exponer su investigación en conferencias internacionales, lo cual impide que puedan dar a conocer su trabajo. Como consecuencia, las investigadoras aparecen en los medios de comunicación muchísimo menos que los investigadores.

Y todo esto sin olvidar unos viejos conocidos: la dificultad para conciliar la vida familiar y laboral, el tener sueldos más bajos que hombres en su mismo puesto de trabajo y una mayor tasa de acoso sexual.

Sin embargo, hay esperanza. En muchos países de América Latina, Europa del Este y Asia, ya se ha conseguido la paridad de género en ciencia.

Como sociedad nos queda mucho trabajo por delante para lograr la igualdad de género en el mundo científico. Un buen punto de partida sería escuchar a investigadoras y entender sus experiencias y preocupaciones, además de identificar los factores y barreras que evitan que puedan ascender en sus puestos de trabajo. Debemos trabajar para implementar cambios que resuelvan esta lacra. Y por supuesto debemos, celebrar los éxitos de las investigadoras tanto como celebramos los de los hombres.

Con motivo del Día de la Mujer y la Niña en la Ciencia celebrado esta semana, en Evolución y Revolución aplaudimos el trabajo de cinco investigadoras que han contribuido al progreso científico, dentro y fuera de nuestras fronteras.

 
Licencia de dominio público.

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Alice Ball (1892-1916) Química afroamericana cuyo trabajo se centró en desarrollar un tratamiento contra la lepra. Hasta el hallazgo de Ball, el tratamiento para esta enfermedad era poco efectivo. Consistía en inyectar un aceite de origen vegetal, pero era poco soluble y acababa formando ampollas bajo la piel. La alternativa era ingerirlo, pero al parecer sabía tan mal que la gente vomitaba antes de poder tragarlo. Ball revolucionó el tratamiento al modificar alguno de los componentes del aceite para hacerlo soluble y mejorar su absorción. Fue el tratamiento contra la lepra con más éxito hasta el descubrimiento de las sulfonas en los años 30. Murió en 1916 a la edad de 24 años sin ver su trabajo reconocido.

 
Licencia CC BY-SA 4.0

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Rosalind Franklin (1920-1958) Fue una química y cristalógrafa inglesa, cuyo trabajo resultó fundamental para la elucidación de la estructura en doble hélice del ADN. En 1962, los doctores Watson, Crick y Wilkins recibieron el premio Nobel de medicina por su trabajo sobre los ácidos nucleicos. Asimismo, en 1982, Aaron Klug, ganó el premio Nobel de química por su investigación sobre la estructura de los complejos formados por ADN y proteínas. Ambas investigaciones no hubieran sido posibles sin la contribución de Rosalind Franklin. Sin embargo, nunca recibió ningún Nobel y murió en 1958 a causa de un cáncer antes de ver su trabajo reconocido internacionalmente.

 
Fotografía de dominio público.

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Margarita Salas (1938-) Bioquímica asturiana. Margarita Salas realizó su investigación postdoctoral en EE.UU junto al Nobel español Severo Ochoa. Su trabajo contribuyó a entender cómo funciona la ADN polimerasa, una enzima encargada de copiar el ADN en nuestras células. Estudiando el virus phi29, que infecta bacterias, ha ayudado a entender cómo el ADN funciona como libro de instrucciones para la construcción de proteínas, y cómo estas están involucradas en el metabolismo de los virus. A día de hoy continúa trabajando en el CSIC y en la Universidad Autónoma de Madrid, donde sigue estudiando su virus favorito. Entre los muchos cargos y honores que ostenta, destacan la silla “i” Real Academia Española y su afiliación a la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. Todos los años se baraja su nominación a los premios Princesa de Asturias por su contribución al desarrollo de la ciencia en España, y todos los años cae en saco roto.

 
Doudna, fotografía de Jussi Puikkonen con licencia CC BY 2.0. Charpentier, fotografía de Emmanuelle Charpentier, licencia CC BY-SA 4.0.

Doudna, fotografía de Jussi Puikkonen con licencia CC BY 2.0. Charpentier, fotografía de Emmanuelle Charpentier, licencia CC BY-SA 4.0.

Jennifer Doudna (1964-) y Emmanuelle Charpentier (1968-) Bioquímica americana y microbióloga alemana respectivamente. Juntas han realizado contribuciones esenciales para la utilización de CRISPR-Cas9 (las “tijeras genéticas”) como tecnología para editar el ADN. Su trabajo se considera uno de los mayores descubrimientos científicos del siglo XXI. Compartieron el premio Princesa de Asturias de Investigación en 2015 (y otros 10 premios más junto con otros científicos). No las perdamos de vista, sus nombres resuenan para el Nobel.

Esta lista no es, ni mucho menos, exhaustiva. Nos hemos dejado en el tintero a Marie Curie (con dos premios Nobel), a Jane Goodall, Ada Lovelace y tantas otras. Pero nos sirve para apreciar todo lo que podemos dejar de aprender si no hacemos de la educación y la ciencia un campo inclusivo, igualitario y justo. Trabajemos por ello.